domingo, 19 de septiembre de 2010

Visiones

Llegamos a la catarata entrada la noche. Entre codazos conseguimos un lugar privilegiado delante de la multitud que admiraba el espectáculo. El agua caía furiosa en una cortina perfecta con matices marrones y blancos esponjosos. Corría incesantemente, cuando de un momento a otro, desafiando las leyes de la naturaleza y desacreditando a Newton y sus teorías, se levantó hacia el cielo una ola inmensa, como volviendo a despegar en mitad de la caída. El agua se reveló por un instante, formó figuras extrañas y jugó con su cuerpo ante nuestras miradas absortas. Bailó en el aire alzándose rumbo al nirvana y exhausta volvió a su rutina, cayendo rendida en un oasis estanco.
Sin salir del asombro, seguimos contemplando su belleza. La paz y la calma llenaban nuestro espíritu pese a lo extraordinario de los hechos. Del barullo de la muchedumbre había nacido un implacable silencio. De lo alto surgió un ave que hasta entonces desconocía. De colores fluorescentes brillaba reflejando la luz de la luna y planeaba en descenso exhibiendo sus alas abiertas como el Cristo crucificado. Cuando estuvo a punto de tocar el estanque de agua, su plumaje se desprendió como un vestido de fiesta y cayó suavemente hasta flotar por un segundo en la calma del espejo de la luna. El cuerpo del ave siguió su rumbo en dirección opuesta, ya sin brillo, oscuro se perdía en el fondo de la noche.
El plumaje rebotó sobre el agua para volver a encontrarse con su dueño, y como si nada hubiera sucedido, se fundieron nuevamente para retomar el vuelo. Mas luminosos que nunca, se elevaron haciendo trompos hasta volverse en el cielo la estrella más brillante.

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