lunes, 31 de mayo de 2010

Los trenes jamas van solo de ida.

-Buen día mi amor, el desayuno está listo. Debes apresurarte si no quieres llegar tarde al trabajo- la voz de su mujer lo incitaba a salir de la cama. –En un minuto estaré listo- respondió él con tan poca credibilidad como la de aquel que jura no fumar más aún con el cigarro encendido.
Casi todos los días se repetía la misma historia. Pese a ser un hombre muy trabajador, José detestaba las mañanas, sobre todo aquellas frías mañanas de invierno en las que despertarse al alba significaba madrugar antes que el sol (antes que el alba misma) y abandonar todavía en la oscuridad de la noche, la tibia calidez de sus precarias cobijas, peor aún, el tierno abrigo del abrazo de su esposa, que gracias a él podía darse el “lujo” de quedarse unas horas más en la cama.
Ella tenía un corazón de oro. Con sus casi setenta y cinco años había abandonado ya la enseñanza primaria hace poco menos de cinco. Dedicaba ahora todo su tiempo a una casa vacía de niños y a cuidar de su marido al que casi no veía hasta entrada la noche. Pasaba las tardes entretenida con absurdas telenovelas, sinfines de libros recién empezados y unas pocas cosas para lavar y planchar que dejaba acumular a lo largo de la semana. Amaba a José con toda su alma. Eso le daba la voluntad para amanecer siempre unos minutos antes que él, y prepararle un desayuno lo más completo posible que le provea las fuerzas necesarias para afrontar el largo día. Lamentablemente en los últimos tiempos, el completo desayuno se limitaba a unas rondas de mate y con suerte algunas tostadas con manteca, si sobraba pan de la noche anterior.
José estaba muy agradecido del gesto de Ana. Desayunar cada mañana le resultaba vital ya que muchas veces era su única comida hasta volver a casa por la noche. Pero más importante que unos pocos sorbos de mate, era el poder compartir unos minutos más con ella, antes de sufrir tantas horas sólo vagando en los andenes.
A sus 80 años la vitalidad del hombre era asombrosa. Claro que tenía sus debilidades, como ser los dos o tres resfríos que sufría cada año al llegar el invierno y que indefectiblemente lo tumbaban en la cama por al menos una semana. Era inevitable, a tal punto que Ana se hubiera preocupado si ese año no le hubiera sucedido. Pero pasó. La semana anterior fueron para él días no laborales, desde el martes hasta el domingo, y pese a la desgracia por no poder traer dinero a la casa, Ana disfrutaba en silencio los resfríos de su marido. Esa gloriosa semana era el único momento del año en que tenía la oportunidad de compartir días enteros a su lado y cuidarlo como siempre hubiera querido hacerlo. Pero era tan sólo una semana contada con los dedos. Su semana anual de vacaciones, podría decirse. Y hoy le tocaba nuevamente salir a lucha.
Después de disfrutar sus cinco minutos extra en la cama, levantó lentamente un extremo de la frazada que le cubría hasta el cogote. Una ráfaga de aire helado se coló por debajo y el frio en los huesos lo despabiló más rápido de lo necesario. Se apuró entonces a colocarse las medias y su camiseta de mangas largas, y ya protegido del crudo invierno, tomó algo mas de tiempo para vestirse por completo.
-¿Como te sientes hoy cariño?- Preguntó Ana mientras preparaba las tostadas llenando la casa de un aire espeso y perfumado de amaneceres. –Pues a juzgar por como me siento, creo que viviré al menos otros 80 años, ¿piensas que podrás soportarme todavía?-Rió él mientras colaba la bombilla del mate por el hueco de su sonrisa. –Podría estar a tu lado por el resto de la eternidad, es sólo que no creo vivir tanto. Quizás podamos seguir tomando mates en una vida diferente.- Lo besó en la frente y le colocó su abrigo en los hombros. –Anda, perderás el tren de las cinco si seguimos aquí de charla, ya tendremos tiempo de conversar cuando regreses por la noche. Te esperaré con una sorpresa para celebrar que te has recuperado del resfrío-
Ana no exageraba. Cuando miró el reloj en el umbral de la puerta faltaban siete minutos para que den las cinco en punto. José anduvo las largas calles de tierra que lo separaban de la estación a paso acelerado y llegó justo a tiempo para colgarse del último vagón del tren ya casi en marcha. -Cinco cuadras en seis minutos, es un buen promedio para un tipo de mi edad-pensó –y al menos se me ha ido un poco el frio-.
El hecho de que José comenzará tan temprano su jornada, no era cuestión de preferencias ni mucho menos. Llevaba ya algunos años en el negocio y a fuerza de pelearla tanto tiempo había aprendido como funcionaba y cual era la mejor forma de operar. Hacía más o menos un año había conocido a Martin, a quien ahora llamaba su “socio”, aunque a juzgar por la relación que tenían podría decirse que era su amigo.
Martin trabajaba también en los trenes, y el destino había querido que se encuentren unos meses atrás en la estación de retiro. No creo en absoluto en las casualidades, pero si creyera estaría convencido de que su encuentro fue una de ellas. Es largo de explicar. Retrasos, accidentes, cambios de idea a último momento. El caso es que sin saber cómo ni porqué, una mañana de agosto hace ya casi un año, José se encontró intercambiando ideas con este joven que como él, se ganaba la vida en los andenes.
-¿Qué pasa viejo?, ¿La calle está dura, no?- Apoyó en el piso una caja que aparentaba ser muy pesada y se sentó a su lado. Mientras se acomodaba el pelo con la mano debajo de la gorrita, comenzó a narrar su historia como si alguien se lo hubiera preguntado: -Decímelo a mi che, en este país de mierda, ni laburar en pá te dejan. Hoy por lo meno conseguí buena mercadería, pero ahora con esto del paro hace una hora que estoy acá sentado sin poder hacer nada. Y quién sabe cuánto va a durar…¿y vó? ¿Qué esta´ vendiendo?-. Un poco reacio a la conversación, José dudó si contestar o levantarse del banco y buscar otro sitio. No sólo acababa de llamarlo viejo, sino que encima sin ningún preámbulo, ahora intentaba sacarle información sobre su mercadería. Si continuó la charla fue simplemente por esa luz en la mirada de Martin que dejaba entrever que no tenía maldad. –Yo estoy igual que vos nene. Llegué aquí hace algo de media hora, en el último tren que dejaron circular, y aquí me ves. Y si te sirve algo de consuelo, no deberías preocuparte tanto, al menos tienes buena mercadería que podrás vender mañana cuando todo se solucione. Por lo que veo te quedan también muchos años de buena salud para seguir trabajando. ¿Cuántos años tienes?¿20, 21?-. Martín sonrió con picardía como si se hubiera sentido alagado –Tengo 16 che y me llamo Martin, creo que no te lo dije. Es que vengo tan sacado que ni me di cuenta de presentarme. Perdoná viejo. Y tene´ razón con eso de que me quedan muchos años de trabajo, pero a veces no se si ser pendejo y tener muchos años por delante es una bendición o una tragedia. No me dijiste che, ¿que vendé vo?-. José abrió el bolsito negro que solía cargar al hombro y que por el momento descansaba en el piso. Con cara más de resignación que de orgullo sacó de adentro unas pequeñas lamparitas de lectura portátiles. –Hace tiempo que estoy intentando terminar esta caja de lámparas, pero no es asunto sencillo. Aparentemente la gente ya no lee como antes, y las tengo que vender a diez pesos que al día de hoy pareciera una fortuna. Pero no tengo otra alternativa, hasta que no venda la última de estas lamparitas no puedo gastar en algo diferente, así que le pongo todo el empeño que puedo. Por suerte ya me quedan pocas. Y vos Martin, ¿qué estás vendiendo? ¿Cómo es que con 16 años no estás en la escuela con los chicos de tu edad?- Martin esquivó parte de la respuesta, cosa que el viejo comprendió sin chistar. Al fin y al cabo ahora era él quien se estaba entrometiendo en su vida. –Vendo golosinas viejo, e´ lo que mejor sale. Me di cuenta que la gente no tiene un sope, pero si pueden darse un gusto con unas monedas se lo dan ¿vite? Y ademá pueden dejar de leer, de escuchá música, pueden dejá de hacer un montón de cosas, pero de comer… ¡nadie puede dejar de comer! Así que ahora vendo chocolate, chicle, garrapiñada, lo que encuentre ¿vite? Y va…va bien. Escucha viejo, ¡no me dijiste tu nombre vo!...pero no se porque me caíste bien. Te propongo una cosa, yo voy todas la mañana a buscar la mercadería a una fabrica no muy lejos. Y despué vengo para acá y elijo para donde voy a ir ese día, pero siempre estoy acá a eso de las cinco y media para agarrar lo viaje de la mañana que son lo má lleno de gente. Ademá cuando la gente recién sale de la casa es cuando todavía tienen alguna moneda en el bolsillo, ¿vite? Si te va, yo te puedo conseguir mercadería, de onda lo hago, pa que tengas algo mejor que vender. Eso si, despué no ponemos de acuerdo y hacemo distinto recorrido porque sino me caga el negocio, ¿vite?. ¿Qué te parece? De onda te lo digo eh…no te pido nada…me pintó que podrías ser como mi abuelito ¿vite?
Hacía una semana que José no se encontraba con Martin por el tema de su resfrío y tenía tantas ganas de verlo que no quería llegar tarde a Retiro. Después de un año intercambiando breves charlas en la estación (además de intercambiar dinero por mercadería), Martín se había convertido en la segunda persona con más importancia en su vida. Después de su señora, claro. Llegó a las cinco y media clavadas. Y ahí estaba Martin en el lugar de siempre con sus dos cajas apoyadas en el piso: una para él, la otra para el viejo. –¡Eh viejo! ¡Volviste! Me tenías preocupado che, pensé que te había caído en las vía o algo. Hace como una semana que no te veo, ¿esta´ bien? –Tan bien, que creo que podría seguir viviendo otros 80 años- le contestó –¿crees que podrás seguir trayéndome golosinas ese tiempo?. - Martin le dio una palmadita en la espalda y dejó ver en su rostro la inmensa alegría que tenía de escucharlo. –Si es así yo voy a tener 96, ¡creo que podría seguir consiguiendo gangas! Tomá, esta es tu caja viejo, son 40 pesos, pero me los das mañana que debés estar seco después de una semana sin laburo. ¡Cuidate viejo eh!, y mandale saludos a Ana de mi parte, ¡esa vieja debe ser una santa para aguantarte en casa sin labura una semana!- . –Insolente- murmuró José por lo bajo cargando las cosas de la caja en su bolsito negro –será por eso que te quiero tanto-...

A las once de la mañana levantaron el paro de trenes. Con la presión del tiempo perdido y el dinero por recuperar, José y Martin comenzaron la jornada laboral: uno en dirección norte, el otro rumbo al sur. Cada uno con su caja cargada exactamente con las mismas cosas que el otro, pero con estrategias, discursos, técnicas, y sobre todo jovialidades diferentes. Mientras Martin recorría tres o cuatro vagones entre estación y estación, dando zancadas más que pasos, y vaciando gran parte de su caja, José paseaba por entre los asientos con una calma envidiable, recitando de memoria y en un tono completamente monótono el speech que su socio le había enseñado. El resultado al final del día solía ser siempre el mismo: ambos volvían a casa con sus respectivas cajas vacías. Martín llegaba a más tardar a las tres de la tarde, mientras José terminaba, con suerte a eso de las 8 o 10 de la noche.
El clima no ayudaba en absoluto al humor de los pasajeros. Una lluvia intensa rebotaba en las ventanas de los carros, en el supuesto caso fortuito de que tuvieran ventanas. Cuando no, un viento frio arrastraba los gotones hacia el interior, mojando todo aquello que se cruzara a su paso.
El reloj del a estación central daba ya las seis de la tarde. José tenía todavía algunas golosinas por vender, pero lo reconfortaba saber que al final del día Ana lo esperaría con una sorpresa. Caminaba un poco extenuado entre la multitud que colmaba los trenes de regreso, luego de un largo día de trabajo. Entre codazos y empujones se abría paso entre la gente repitiendo con igual monotonía que unas horas atrás, exactamente las mismas palabras. Intentaba respirar por sobre los hombros de quienes lo rodeaban, pero la altura no era uno de sus principales dotes, y la falta de aire se hacia cada vez más evidente. Pese a la ausencia de ventanas, la lluvia y el hostil clima de agosto, José sentía la transpiración de su cuerpo caer por la espina dorsal y la sien. Notó sus piernas debilitarse súbitamente pero al estar contorsionado entre la muchedumbre, todavía se mantenía erguido. Será una recaída del resfrío- Pensó- Tendré que volver antes a casa.
El mar de gente se abrió en un círculo gigante entre gritos de espanto y llantos ahogados. En el centro, el cuerpo de José tendido en el suelo mojado. Pálido, tembló por unos instantes y luego quedó tan blanco e inmóvil como una escultura de mármol de Carrara. El tren no se detuvo. Alguien llamó al ciento siete pero no supo decir con exactitud en dónde se encontraban. Las golosinas quedaron desparramadas por el piso, debajo de los asientos, como si fueran basura. No faltó quien, movido por un impulso primitivo de supervivencia, juntó cada pieza de chocolate ignorando, o queriendo ignorar por no sentir culpa, el cuerpo que yacía a su lado. Dos anónimas almas solidarias intentaron asistirlo, pero no parecía haber nada a su alcance para salvarlo. Tomaron el cuerpo en la estación siguiente y cargándolo como pudieron, lo trasladaron bajo la lluvia hasta el reparo de un tinglado de chapa. No parecía respirar ni dar señales del pulso, pero aquellos dos hombres no eran expertos en el área, y esperaban con impaciencia e incertidumbre la asistencia de la ambulancia. Mientras la lluvia seguía cayendo sobre el tinglado aportando al panorama una lúgubre melodía y con la caída del sol en el horizonte, caía también abruptamente la temperatura.
No podría decir si fueron horas o segundos. El experto tomó el mando de la situación y tras un simple chequeo cubrió el cuerpo de José con una fina sábana blanca. Los hombres del anonimato siguieron su camino a casa, con un poco de retraso, y algo más desanimados. El frio de la noche se adueñó del ambiente y la inminente caída del sol, una vez más puso fin al día.
Ana miraba el reloj de la cocina cada treinta segundos. “No es posible que aún no haya llegado.
¡Éste José!, con tal de vender todo lo que tiene es capaz de volver a casa a cualquier hora” - hablaba sola en la cocina mientras terminaba de arreglar los últimos detalles en la mesa que había preparado para él – “Pero sabiendo que le tenía preparada una sorpresa…es extraño que no haya vuelto desesperado a ver de que se trataba. Bueno, tendré que armarme de paciencia”. Ana tomó uno de sus tantos libros a medio leer y se sentó en el sillón de mimbre que tenían en la sala. Intentó distraerse con la lectura, pero como siempre sucedía, se sumió en un profundo descanso al terminar la segunda hoja.
Amaneció hecha una madeja, tiritando de frio, sintiendo unos aplausos mezclados con los truenos, que indicaban que alguien llamaba a la puerta. Creyó que José habría olvidado las llaves. ¿Qué hora sería? Estaba aún muy oscuro afuera y había perdido la noción del tiempo. Sin pensarlo demasiado, ente dormida y ansiosa por ver a su esposo, se acercó hasta la puerta. Abrió sin vacilar ni un instante, pero lo que esperaba al otro lado no era josé, sino las malas noticias.
Negación, incredulidad y un llanto ahogado y colmado de angustia se mezclaban con el golpeteo de las gotas de lluvia sobre la chapa. El oficial se limitó a pasar la información casi sin atravesar el quicio de la puerta, sin mucho menos dejar que sus sentimientos se involucren ni por un instante. Fue hiriente sin intención de serlo, simplemente por costumbre. Conciso y expeditivo: dejó a Ana una lista de pasos a seguir y formalidades por resolver, además de un sabor amargo y una penumbra en su vida, mucho más oscura que la que ya reinaba antes del alba. Se retiró de inmediato y casi en el mismo momento en que volvía a pisar la calle de tierra se olvidó por completo de la viuda y su tragedia. No había en su camino más iluminación que el destello de una pobre luna cuarto menguante, y el barro brotaba como un manantial desde las zanjas poco acanaladas. Con el agua hasta los tobillos y el corazón enfurecido alojó en su mente el último pensamiento en honor a las circunstancias: “Esta gente de mierda que se le ocurre morir en días de lluvia. Y encima venir hasta acá, a avisarle a una vieja a la que tampoco le queda mucho…como si la salud de uno no valiera mas que la de ellos…”
Sin querer creerlo del todo, y sin entender lo que sucedía, Ana se sentó nuevamente en el sillón a seguir esperando. Mil pensamientos surcaron su intelecto, fabulas, historias, pesadillas. El horror se apoderaba de si y estallaba en lagrimas de forma desgarradora; una ráfaga de optimismo la secaba del transe y sonreía con demencia jurando que todo era un mal entendido. Luego volvía el desconsuelo, mucho más fortalecido, incrementando su potencia a medida que pasaban las horas. El sopor de la angustia inundaba la casa y retumbaba en cada ambiente desafiando al silencio. No se movió, ya no sintió el frio ni registró el paso del tiempo. Fue presa de un agujero negro que la abstrajo del mundo y la llevo a la nada misma. A la solitaria y desterrada nada misma, en donde hubiera querido quedarse para siempre.
EL sol debía de haber salido mucho antes, pero el velo de las nubes era tan espeso que no dejaba atravesar un solo rayo de luz. Así de espeso era también el velo que Ana sentía en su alma. Fue unas doce horas después de la visita del oficial, cuando la noche caía nuevamente, que Ana por fin volvió a adueñarse de su razón. Hizo numerosas llamadas. Sin saber bien que decir, informó a los pocos familiares y amigos con los que todavía tenían contacto, recibiendo condolencias que no sentía del todo merecidas. Se encargó uno a uno de los trámites enumerados en la lista del oficial, derramando en cada uno un millar de penas y derrochando memorias atesoradas de momentos que ya no volverían. Sólo quedaba lo peor, el último paso de la extensa tortura que implica despedir a un ser amado de este mundo. Pero era ya entrada la noche y el viaje era largo. Al fin y al cabo no había apuro para reconocer el cuerpo en la morgue; de allí nadie se escapa.
Por fin asomó la luz en su ventanal sin cortinas ni postigos. Absorta pero ya sin lágrimas se calzó sus medias de lana negras y fue construyendo capa por capa, el atuendo más abrigado y más negro que pudo con sus pocos trapos viejos. Quiso tomar algo caliente antes de salir, pero con sólo poner agua en la pava del mate, el llanto nació mágicamente y le cerró la garganta. Se apresuró a salir, andando los mismos pasos hasta la estación que su marido recorría a diario y que ya no andaría. Sacó el listado del oficial humedecido por las lágrimas y verificó la dirección de su destino antes de seguir andando. Ciertamente lucía desconcertada. No acostumbraba salir de su casa sin compañía, más bien casi no acostumbraba a salir. Con los ojos hinchados y los zapatos viejos hundidos en el lodo, sin más lazarillo que un vacío abrumador y un sentido de la obligación que la incitaba a seguir caminando. Fue una hazaña poco loable. Finalmente llegó a la morgue.
“Se fue señora, así como lo escucha, por increíble que parezca, el tipo que busca se fue”- el empleado público intentaba explicar algo que parecía inexplicable. Drogada por la confusión y el cansancio, Ana ponía todo su buen corazón en ser paciente y comprender lo que le decían. No quería pasar por ignorante aunque sabía muy bien que en estos asuntos, lo era. “¿Cómo dice que se fue? ¿A dónde lo llevaron? ¿Lo trasladaron a otro sitio porque tardé un día en venir? ¡Dígame por favor en dónde encuentro su cuerpo! Necesito verlo, necesito entender que ya no está y despedirme…por favor”. A medida que hablaba su cara se colmaba nuevamente de tristeza y dolor, ahora sumados a una confusión cada vez mayor. “No señora, no lo trasladamos a ningún lado. El mismo se levantó y se fue. No sabemos a donde…estaba bastante enojado por el error como para darnos explicaciones”.
El viaje de regreso a casa pareció mucho mas corto que la ida. El ardiente sol del medio día había secado por completo las calles y abrazaba a Ana atraído por su atuendo negro, brindándole un calorcito reconfortante. Las aves trinaban festejando el fin de la tormenta y la hora del almuerzo se hacia evidente por la cantidad de aromas que flotaban en los porches de las casas vecinas.
Ahí lo encontró al abrir la puerta de calle. Sentado en mismo sillón de mimbre donde lo había esperado hasta el alba. Mirando sonriente la mesa todavía servida con tanto amor para dos. Lo abrazó con ternura y permaneció inmóvil sintiendo el latir de su corazón contra su pecho, alegrándose como jamás lo había hecho, de ese monótono palpitar.
“Creí que me habías dejado”- susurró por lo bajo con un cierto miedo a las palabras, y sólo quiso cerciorarse de lo que sus ojos veían - ¿Te encuentras bien? Preguntó.
- Tan bien, que creo que viviré otros ochenta años- respondió José con irónica alegría. - ¿Crees que podrás seguir preparándome estas deliciosas sorpresas y despertarme al alba con el desayuno todo ese tiempo?-
-No veo, porque no- respondió Ana riendo,- al fin y al cabo también tengo tres buenas razones para vivir otros ochenta años-
Sin disimular su intriga, José continuó indagando -¿Puedo saber cuáles son esas tres razones?
-La primera razón es que te amo. Y no tengo intención de abandonarte en este mundo solitario. Así que si piensas vivir ochenta años más, así tendré que hacerlo también. Sufrí mucho al pensar que te había perdido, y sería incapaz de hacerte pasar por lo mismo.
-Eso me alaga y a la vez me reconforta. También te amo Ana y no tenía ninguna intención de perderme tu sorpresa esa noche, es una larga historia la que tengo por contar si quieres oírla. Sólo dime primero, ¿cuales son las otras dos razones para seguir viviendo?
Con una mueca de picardía en los labios y una mirada juvenil como hace años no reflejaban sus ojos, Ana susurró la respuesta casi como revelando un preciado secreto: -Pienso vivir ochenta años más, primero, porque si; y segundo ¿Por qué no?.

1 comentario:

  1. No habré sido la primera seguidora, pero soy la primera en comentar...
    Amiga, tu cuento es hermoso! Si hasta me hiciste llorar! Dónde estará mi José????
    Seguí escribiendo que yo te leo.
    Besotes!

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