lunes, 7 de junio de 2010

PAsajero en transito

A las palabras se las lleva el viento. Cuando hay palabras…, porque no se siquiera si hablaron esa noche.
Hablaron si, con la mirada, que no suele ser lo mismo. En ese lenguaje mucho mas fuerte con la particularidad, de que en algunos casos, solo en algunos casos, cada quien lee en la mirada opuesta simplemente lo que quiere.
Si pude oír en cambio, el momento en que la invitaba a pasar la noche, y vi como ella asentía con un sutil movimiento de cabeza. Insegura. Con una mezcla de deseo y temor: seguía y seguía asintiendo. Desde ese minuto puedo asegurar que ya no se dijeron palabra. Diría que no emitieron sonido, pero sería pecar de mentiroso.
Bajo una fina garúa de invierno pararon un taxi fantasma y no dejaron de acariciarse hasta llegar a destino. Oí sus pasos en la avenida. Cruzaron bajo la lluvia atravesando el silencio reinante de la noche. Luego los perdí de vista tras la puerta de un hotel que hasta entonces desconocía.
Pasillo.
Ascensor.
Pasillo…
Una puerta con llave magnética que invitaba a la cama (a la que no tardarían en llegar).
Cuatro paredes más blancas que la nieve. Igual de blancas las sabanas y el pedacito de piel que revelaba su escote. El silencio de la calle multiplicado por ocho, llenaba la habitación completa y hacia retumbar aún más el sonido de sus besos. Dos cuerpos desconocidos empezaban a encontrarse. Dos almas confundidas se sentaban a mirar desde los pies de la cama, quedando instantáneamente fuera del juego.
Él empezó por su blusa. Intrigado por comprobar qué tan blanco era el pecho que se dejaba entrever. La quitó con tanta facilidad como si él mismo la hubiera vestido unas horas antes. Ella siguió sus pasos casi a modo de venganza. Cada botón de la camisa era un pequeño triunfo, una batalla ganada. La desprendió con calma, lentamente, sin quitarle los ojos de encima, y cuando al fin la camisa estuvo en el suelo, hizo lo mismo con su propio sostén, para poder sentir su piel plenamente. El acercó sus labios hacia ella. Esos labios suaves y delgados, que no parecían tener ni una imperfección, ni una línea fuera de lugar. La besó una y otra vez, lentamente, en los ojos, en el cuello, en la boca. Casi sin quererlo reposó todo su cuerpo sobre el pálido torso desnudo. Ella sintió la calidez de su pecho, cada latido de ese agitado corazón…lo abrazó con más fuerza.
Los zapatos y el pantalón desaparecieron como por arte de magia. Antes de que pudieran saberlo, los dos cuerpos yacían completamente despojados de todo, de su ropa, sus prejuicios, sentimientos y deseos. Incluso despojados de sus almas, que sentadas aún en la orilla de la cama, contemplaban la situación, horrorizadas.
Sólo rompieron el silencio con múltiples gemidos y gritos de placer. Solo se hablaron para susurrarse al oído sus preferencias sexuales e intentar compartir con palabras la excitación que experimentaban. Mataron al silencio de la noche con la música de la lujuria, perdiendo el sentido del mundo a su alrededor, ignorando la vida detrás de esas cuatro paredes blancas que oficiaban de testigos.
Un grito final devolvió la calma. Rendidos, entrelazados, llenos de gozo y sin alma, pasaron el resto de la noche abrazados, viviendo dos sueños diferentes.
Pasillo.
Ascensor.
Pasillo.
Se despidieron por la mañana. Él llegó tarde al trabajo, nadie entendió porque sonreía. Ella caminaba bajo un cielo gris riendo sola a carcajadas: “A veces hay mejores cosas para hacer, que comer pollo frio con la mano a las cuatro de la madrugada”…

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