martes, 29 de junio de 2010

Viraje

Llevaba una vida metódica, prolija y ordenada. Tan prolija y ordenada, que irónicamente, a menudo las cosas se desbarataban de un instante al otro.
Luis se levantó ese lunes a las seis de la mañana, como de costumbre. Apagó el despertador a las cinco y cincuenta y cinco por primera vez y a las seis clavadas, de forma definitiva. Salió de la cama todavía entre sueños y se metió a la ducha para eliminar los últimos vestigios de las sabanas en su cuerpo. Cada movimiento había sido practicado cientos de veces, cada mañana, durante toda su vida, prácticamente a la misma hora. El baño cronometrado llegaba a su fin exactamente a las seis y un cuarto. Diez minutos más tarde ya estaba vestido y afeitado: el mismo traje negro de lunes a viernes, camisa blanca, zapatos lustrados, sólo faltaba elegir la corbata; Luis abrió el amplio cajón del ropero en donde guardaba su colección perfectamente ordenada. Según color y material: las de seda con las de seda, en escala desde el negro hasta el rosa pastel con arabescos. Lo dudó, como todas las mañanas lo dudaba, y finalmente eligió la verde petróleo que se asemejaba a sus ojos.
Luis era un tipo bastante fachero, de apariencia tan prolija como su vida. Medía algo de un metro noventa, era morocho y tenía los ojos verdes como su corbata preferida. Usaba traje, todos los días, incluso los viernes cuando en la oficina se le permitía una vestimenta más informal. Era frecuente que las mujeres se dieran vuelta a su paso, pero Luis jamás reparaba en eso, ya que no existía para él otra mujer que no fuera su novia, con quien tenía planes de casarse.
Ese lunes tomó el subte de las seis y cincuenta. Titubeó un instante antes de subir ya que el vagón venía cargado en exceso, pero eran las seis y cincuenta, dejarlo pasar rompería su rutina. Respiró profundo, contuvo el aire un momento y se zambulló dentro del carro con tan pocas ganas como quien se tira de cabeza a una pileta llena de acido muriático. El viaje no tuvo grandes sorpresas, durante las tres estaciones siguientes leyó de reojo el diario de la afortunada señorita que se encontraba sentada justo delante de él. Jamás reparó en los tímidos ojos que asomaban detrás de la portada acosándolo con inocencia.
Bajó en tribunales algo más informado y sin siquiera tener que pensarlo marcó en el celular el teléfono de Laura. Llamada de rigor, era su despertador oficial matutino. Luis y Laura llevaban ya cinco años saliendo, pero Luis no había aceptado mudarse con ella hasta no concretar el matrimonio, cosa que en ese momento les era imposible por cuestiones económicas. El asunto no tenía demasiado contenta a Laura, que vivía sola desde hacia dos años y contaba con todas las facilidades para poder recibir a su novio en casa.
Respondió al llamado con una voz áspera y serena; al otro lado, Luis sonaba cargado de energía
–Buen día amor, es hora de despertarse, ¿Dormiste bien?,
- Dormí bien gordo, gracias. Y gracias por despertarme una vez más. Solo espero que pronto llegue el día en que puedas levantarme con un beso antes de irte y no por teléfono.
Solía ser un dialogo parecido cada mañana, a lo que él respondía sin alterarse demasiado
– Sabes que estoy ahorrando para eso Lau, ya va a llegar. Que tengas un lindo día, ¡te amo!-
-¡Esperá! No me cortes todavía, hablame un ratito mas así me desvelo y no vuelvo a dormirme.
-Estoy entrando a trabajar mi amor, te llamo más tarde- Y Luis concluyó la llamada sin dar lugar a reproches.
Luego de subir los quince escalones de tribunales, toda su vida personal quedaba de lado. Las nueve horas siguientes eran de plena concentración y apatía. Su escritorio estaba cubierto por pilas y pilas de papeles todas señalizadas con papelitos adhesivos de colores y categorizados según asunto y nivel de urgencia. Luis apenas se levantaba de su silla una o dos veces al día. Invariablemente, lo hacia a la una del medio cuando tomaba su hora de almuerzo (que por lo general no completaba) y si era un día de pocas luces, por la tarde se preparaba una taza de te. Sin embargo, el estar casi atado a su escritorio no significaba que hiciera bien su trabajo, mas bien su mirada clavada fijamente en la pantalla revelaba los frecuentes recuerdos de Laura.
“Como la extraño, me gustaría llamarla y charlar con ella un rato, pero eso me distraería de mis obligaciones. Creo que tengo que seguir con lo mío… ¡Uy! Ya es principio de mes, no me había dado cuenta de que hoy deberíamos haber cobrado. Creo que en la hora de almuerzo me escapo al banco a sacar toda la plata de la cuenta. Ya me falta poco para llegar al monto que necesitamos para el casorio, con un poco de suerte dentro de uno o dos meses… ¡Que ganas tengo de mudarme de una vez con Laura! No sin casarme, claro, pero…pero bueno, nada, basta de fantasear con el futuro, que si me agarran paveando me rajan y se me esfuman Laura, el casorio, la fiesta y toda la bola…”
El día pasó como pasan todos los días: volando para algunos y arrastrándose para el resto. Para Luis no era ni lo uno ni lo otro porque jamás se había detenido a pensar en el paso del los días. Solo notaba transcurrir el tiempo cuando por alguna razón llegaba con retraso a sus horarios de subte habituales. Ese lunes tomó el de vuelta a casa a las seis y trece. Estaba nervioso, pero era normal, era el día del mes en que le tocaba viajar alterado ya que llevaba todo su sueldo hecho un bollito dentro del maletín. Luis había perdido la poca confianza que alguna vez había tenido en los bancos con la crisis del 2001, desde entonces cada vez que recibía un pago retiraba el efectivo para guardarlo celosamente envuelto en varios pares de medias, al fondo de uno de sus cajones, junto con la ropa interior, dentro del único armario que tenía llaves en toda su casa. Esa vez no fue la excepción.
Ni bien abrió la puerta de calle agradeció a la vida por estar sano, salvo y todavía con el dinero, y sin sacarse el saco ni la corbata, fue a depositar el bollito del maletín en uno de los pocos pares de medias que todavía estaba limpio y “vacio”. Luego contó con entusiasmo los pares llenos y esbozó una sonrisa (la primera del día entero).
“Ahora si, ya falta poquito. Uno o dos meses mas y podemos poner fecha…la voy a llamar a Lau para decirle, ¡se va aponer re contenta! No, mejor espero a las 8 que es cuando sale del gimnasio y ahí ya se que no la interrumpo, además va a estar esperando que la llame. Y ahora aprovecho y me voy pidiendo algo para comer, hoy que cobre y con el cansancio que tengo no cocino ni loco”.
Luis vivía sólo en un mono ambiente alquilado. Chiquito pero bien acomodado, cerca del barrio de once. La suya era la anteúltima de un total de cuatro puertas, al fondo de un largo pasillo de un edificio antiguo y un poco desvencijado. El piso estaba casi desierto, su única vecina era una señora mayor un poco sorda y mal de la vista que, como él, vivía sola. Al menos a ella le gustaba cocinar, y alguna que otra vez, le había tocado la puerta para ofrecerle una porción de torta o unos scones recién horneados. Además colmaba el telúrico pasillo con aromas a dulce y pan casero, lo cual resultaba muy agradable siempre que el pan no se quemara, claro. Gracias a esos gestos piadosos, Luis le había tomado algo de cariño.
El martes comenzó de forma idéntica al lunes, igual que el viernes anterior y el jueves y el miércoles: dos alarmas de reloj, ducha y por fin al traje. Luis volvió a dudar al elegir la corbata, pero otra vez se quedó con la verde petróleo. El viaje en subte a las seis y cuarenta, el llamado de despierte, la pila de papeles sobre el escritorio y las nueve horas de trabajo que siguieron. Sólo cambió que Luis no fue al banco el martes en su hora de pausa: todo el dinero ya estaba bien guardado dentro del bollito, de la media, del cajón, de su armario bajo llave.

Apretujado en el subte de regreso, Luis no dejaba de pensar en la gran fiesta que daría para su casamiento y en el soñado viaje que darían por Europa para la luna de miel.
“Hoy podría invitarla a cenar para ir adelantando el festejo” pensaba. “No, mejor ahorrarme ese gasto, al fin y al cabo estamos ahorrando y tenemos que despilfarrar lo menos posible. Además, primero tendría que hacer algo de compras en el super, mi heladera es una vergüenza…pero tampoco, mientras pueda ir a comer a lo de mamá cada tanto voy a aprovechar para seguir ahorrando, total de hambre no me voy a morir. La invito a comer unos fideítos con salsa y listo, eso nunca falta, total a ella le gustan y nunca se queja”.
Bajó del subte entusiasmado, caminando rápido y tarareando bajito lo que sonaba en su reproductor. Probablemente fue el alto volumen de la música lo que no le permitió escuchar las sirenas a lo lejos, y se desayunó con la noticia una vez que llegó hasta la puerta de su casa. Una nube de humo negro cubría el cielo casi por completo, y el pan quemado asomaba tímidamente tras la marcada presencia del olor a madera y carne rostizada. Luis sintió nauseas pero siguió avanzando hasta dar con la faja de seguridad que rodeaba al edificio, su edificio. Un bombero lo paró en seco –Señor, está en zona de peligro, esta prohibido ingresar por el momento-. Más tarde recibió las explicaciones pertinentes. Aparentemente una vieja que vivía en el cuarto piso y estaba algo mal de la vista, habría dejado un repasador cerca del fuego mientras preparaba sus tostadas, o algo así. No se sabía muy bien la historia, y tampoco importaba mucho, ya que no quedaba nada de la vieja ni de sus tostadas, ni mucho menos del repasador o de su casa.
- Para ser sincero-, había dicho el bombero, -no han quedado más que cenizas de lo que solía ser el cuarto piso. Fue una suerte que los otros departamentos estuvieran desocupados.-
La cara de Luis se contorsionó por completo; no hizo ningún esfuerzo por contener las lágrimas que brotaban con intermitencia y con tanta furia como un chorro de riego por aspersión. No pudo más que llorar en silencio mientras veía todos sus sueños evaporados subir al cielo en una espesa nube negra con olor a tiempo pasado y a causas perdidas. Lloró; lloró y puteó y se lamento sin parar. Y poco a poco vinieron a su mente los fantasmas calcinados de todas las cosas perdidas. Cerró los ojos y los apretó con fuerza, con la inocencia de un niño, como si la realidad fuera a dejar de existir sólo por que él no la viera, pero las fotografías de toda una vida prendida fuego iban apareciendo una a una. Y ante cada imagen volvió a llorar y a putear con mas furia.
“¿Porque a mi? Vieja hija de puta. Llevo años a viviendo una vida de mierda, siempre ajustado, y bancándome en este lugar solo para ahorrar. Y la puta suerte me viene a cruzar con esta vieja que de un segundo al otro me deja en la ruina. Y ahora no tengo nada, nada de nada. ¿Y quien me manda a mí también? Yo soy un pelotudo. Si al menos hubiera tenido los ahorros en el banco…porque la casa no es mía, no es mi problema, pero la plata… ¡y mis corbatas! Y todas mis cosas, mi vida entera. Quizás también yo debería haberme prendido fuego”.
Despertó el lunes a la mañana, cerca de las siete, cuando lo desveló un intenso rayo de sol que se colaba entre las tablitas de la persiana. Salió de la cama haciendo el menor barullo posible y pensó en ducharse, pero el frio lo detuvo. Entonces se puso el traje y sin mirar, revolvió el cajón de las medias, de donde al azar sacó una corbata violeta. Mientras la anudaba se dirigió a la cocina y preparó un contundente desayuno que llevó hasta la cama. Eran poco mas de las siete y Luis sabia que se había echo tarde. “¿Qué importa?”, pensó, “si ya es tarde unos minutos mas o unos minutos menos no cambiaran en nada” y apropiándose de su decisión apoyó la bandeja en la mesita de luz para volcar sus manos al cuerpo de Laura que yacía a su lado y lo revivió con exóticas caricias.
Juntos comenzaron a construir un día a día compartido y feliz. Ni metódico ni ordenado, sin ahorros ni rutinas ni planes para un futuro que tal vez nunca llegaría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario